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China’s real estate crisis is worse than it appears.

La economía actual de China muestra preocupantes paralelismos con la de Japón en la década de 1990, cuando el estallido de la burbuja inmobiliaria provocó una larga fase de estancamiento. Sin embargo, las conocidas “décadas perdidas” japonesas no fueron el resultado irremediable de grandes tendencias, sino de errores en la gestión, causados por diagnósticos incorrectos ante los desafíos económicos. Ahora la gran incógnita es si los líderes chinos incurrirán en los mismos fallos.

En Japón, la burbuja inmobiliaria fue precedida por un notable aumento en la proporción entre los precios de la vivienda y los ingresos, incrementándose en Tokio de ocho veces en 1985 hasta dieciocho en 1990. Este proceso estuvo alimentado por factores como modificaciones en los impuestos sobre el suelo, desregulación financiera y falta de coordinación entre políticas monetarias y fiscales. Además, la fuerte demanda de compradores primerizos, quienes solían estar entre los 39 y 43 años, tuvo un impacto crucial.

El aumento de precios hizo que quienes poseían vivienda se sintieran más ricos, elevando su consumo y con ello los precios de bienes y servicios, así como el valor de las acciones. Esto generó más empleo y menos paro. Sin embargo, la demanda de nuevas viviendas cayó pronto, y los cambios demográficos influyeron de manera decisiva. En 1991, la proporción de japoneses mayores de 65 años llegó al 13%, lo que llevó al descenso de compradores primerizos. El valor de las viviendas colapsó, la bolsa sufrió una grave caída y el país entró en una etapa deflacionaria, marcada por la disminución de nacimientos y el aumento del desempleo.

El verdadero problema –un cambio demográfico persistente– fue malinterpretado por las autoridades, que respondieron como si fuera una crisis coyuntural. Creyeron que la raíz era la fortaleza del yen tras los acuerdos del Plaza de 1985, mediante los cuales varias economías acordaron devaluar el dólar. Para limitar la apreciación del yen, se imprimió dinero, se redujeron los tipos de interés y se incrementó el gasto público, además de adoptar políticas de estímulo cuantitativo. Estas medidas, junto al nuevo aumento de compradores de vivienda hacia 2001, encarecieron todavía más los precios inmobiliarios, profundizando el problema. Formar una familia se volvió más costoso, lo que provocó un retraso en los matrimonios y una caída en la natalidad. El Ejecutivo adoptó políticas para incentivar los nacimientos, como bonos por hijo y mejoras en las guarderías, logrando solo un leve aumento: la tasa de fertilidad pasó de 1,26 hijos por mujer en 2005 a 1,45 diez años después.

El entonces primer ministro Shinzō Abe planteó como meta alcanzar una tasa de fertilidad de 1,8. Sin embargo, sus políticas para facilitar la reincorporación laboral de las mujeres tras el parto no lograron contrarrestar el impacto de una política monetaria ultraexpansiva creada para combatir la deflación, que a su vez seguía haciendo subir el precio de la vivienda. Como resultado, los matrimonios descendieron y los nacimientos tocaron fondo. En 2023, Japón registró una baja tasa de natalidad de solo 1,15 hijos por mujer.

Históricamente, Japón se beneficiaba de los bajos tipos de interés y un yen débil debido a su dependencia exportadora. Sin embargo, el envejecimiento de la población y la caída de la fuerza laboral están elevando los salarios y alimentando la inflación, debilitando el sector industrial y transformando a Japón en un país con déficit externo, más expuesto a la inflación importada. Así, Japón ha pasado de la trampa deflacionaria a una trampa inflacionaria de largo plazo, que reduce el poder adquisitivo de las familias y profundiza el declive demográfico. El intento por superar las “décadas perdidas” parece estar encaminando a Japón hacia una crisis aún más prolongada.

Esta situación debería servir de advertencia a China, que experimenta su propio ajuste inmobiliario y enfrenta fuertes desafíos demográficos. En años recientes, la acelerada urbanización, políticas que restringieron el suelo disponible, la dependencia de los gobiernos locales de los ingresos por venta de terrenos y elevadas expectativas de crecimiento provocaron el incremento constante de los precios de la vivienda. También contribuyó el comportamiento de los jóvenes chinos, que, debido a décadas de control natal, suelen comprar vivienda por primera vez a una edad considerablemente menor que los japoneses.

Sin embargo, el número de compradores potenciales en las ciudades alcanzó su máximo en 2019, justo antes de que estallara la burbuja inmobiliaria. Actualmente, el sector de la construcción –que llegó a representar el 25% del PIB chino y el 38% de los ingresos del Estado entre 2020 y 2021– atraviesa por una grave recesión: la demanda ha caído, la sobreoferta es notoria y la construcción se ha desplomado. El desplome de precios ha reducido drásticamente la riqueza de las familias, con pérdidas equiparables a todo el volumen anual de producción del país, lo que ha impactado negativamente en el consumo, el empleo y la inversión.

La crisis que afronta China podría ser más severa que la japonesa. Para comenzar, la burbuja inmobiliaria china fue significativamente mayor: la inversión en vivienda respecto al PIB chino en 2020 fue un 50% superior a la de Japón en 1990, y en ese año el 70% del patrimonio familiar en China estaba en inmuebles, frente al 50% de Japón en los noventa. La relación entre precio de vivienda e ingresos también es hoy bastante superior en China. Además, la tasa de natalidad china es más baja que la japonesa. Mientras Japón vio un repunte de compradores primerizos una década después de la crisis, China no puede esperar lo mismo. El envejecimiento de la población china avanza a mayor ritmo que en Japón, donde hizo falta casi tres décadas para alcanzar el nivel demográfico que China tendrá en menos de dos. Durante el mismo intervalo en Japón (1997-2025), el crecimiento del PIB fue apenas del 0,6% anual.

Por otra parte, China se enfrenta a mayores tensiones deflacionarias y altos niveles de desempleo en comparación con Japón. En 2020, el consumo familiar chino representó apenas el 38% del PIB, frente al 50% de Japón en 1990. No obstante, lo más inquietante es que las autoridades chinas siguen defendiendo tasas de crecimiento del 5% o incluso 8%, aplicando medidas de impacto inmediato como programas de vivienda social o estímulos monetarios, pero sin abordar los profundos problemas estructurales de su economía. Como advirtió Hegel, lo único que la historia nos enseña es que los pueblos parecen no aprender de ella.

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